miércoles, 12 de septiembre de 2007

Fruta verde


Enrique Serna, Fruta verde, Planeta, México, 2006, 310 pp.

Fruta verde, bolero de Luis Alcaraz, es la música de fondo en cada página de la última novela de Enrique Serna. Es la canción que Mauro utiliza para hacer caer las últimas defensas de Germán, después de que todos los medios para seducirlo han fallado. Y es que el bolero, género romántico por antonomasia, puede vencer todas las barreras, incluida la que separa lo “aceptado” de lo “prohibido”, quizá el tema principal de esta novela. Los personajes se hallan constantemente al filo de la navaja, con un pie dentro de sus valores y convicciones y las acechanzas del deseo. La misma letra del bolero parece exponer este punto de no retorno en el que, una vez probada esa “fruta verde”, ya no hay vuelta atrás:

“Sabor de fruta verde
De fruta que se muerde
Y deja un agridulce de perversidad
Boca de manzana, boquita que reza,
Pero que si besa
Se vuelve mala mala…”

Aquí tenemos el Serna más irónico, pero al mismo tiempo más introspectivo. Después de sus novelas históricas ubicadas en el siglo diecinueve y en la colonia regresó a temas que le son familiares: el “amable” mundo literario de El miedo a los animales, la amarga autoironía de Amores de segunda mano o el ojo crítico a la monjigatería y la represión sexual de El orgasmógrafo. se combinan para tejer una telaraña alrededor de tres personajes que, sin darse cuentas, ven cómo todo aquello de lo que estaban seguros se va desmoronando ante las trampas que el deseo les pone a cada paso. En el transcurso hay de todo: cursilería, amores de juventud frustrados, hipocresía, erotismo, seducción. En pocas palabras, un bolero a tres voces, de trescientas páginas y al ritmo de una sintaxis ligera y musical.
La novela está formada por veinte capítulos y una “ofrenda” o coda, escrita por Germán muchos años después de los acontecimientos que constituyen el núcleo de la narración. El narrador es un maestro de ceremonias que apenas se hace notar, dirigiendo las tres voces y describiendo brevemente los escenarios en donde transcurre la narración (el principal, la casa donde viven Paula y sus hijos, en la calle Bartolache, en el D.F. Ahí a Germán le ha ocurrido “lo mejor y lo peor de su vida”). Como si debiera expiar sus culpas, cada personaje tiene su “confesionario” en donde expone frustraciones, deseos e insatisfacciones. Paula habla ante el retrato de Manuela, su madre de España, y muestra su alternancia interna entre la absurda fidelidad a una rígida moral de la que ni siquiera conoce el origen y una profunda insatisfacción por no disfrutar de los placeres de la carne. A la mujer por la que su esposo la dejó la llama “chupapitos”, pero se indigna cuando su segundo hijo le sugiere que debió haberle chupado el pito si quería conservarlo. Maura es un personaje muy complejo, dividida entre su reprimida y un rígido deber ser. Como expone el epígrafe de Jaime Sabines con que inicia la novela: “Todas las madres son criaturas de nuestros sueños”. Ama a Germán pero no soporta que madure.
Su mayor prueba ocurre cuando Pavel, amigo de su hijo, valiéndose de tretas diversas (un conejito, la novela de Vargas Llosa La tía julia y el escribidor) intenta seducirla. Ella argumenta la diferencia de edad, pero lo besa en la cocina de su casa, durante una de las concurridas fiestas que organiza cada sábado (clara reminiscencia a “La última visita”, cuento publicado en Amores de segunda mano y dedicado a Carlos Olmos y amigo de Serna, el autor de Cuna de lobos. ¿Algún parecido con Mauro?). Pero las cadenas mentales son fuertes y Paula no consigue romperlas. En cambio se indigna antes las “faltas a la moral” que los otros comenten: Kimberly, una muchacha de Seattle que tiene relaciones con un amigo de su hijo; o su primo de España, acostumbrado a dormir con su esposa y una sobrina adoptiva. También comenzará a tener discusiones con Germán, su hijo mayor, quien está descubriendo el mundo exterior y ya no está dispuesto a acatar ciegamente sus disposiciones.
Germán también tiene su confesionario. La novela misma, como se verá al final, cuando expone sus dificultades para relacionar su relación con Mauro y la vida de su madre, pues se ha enterado muy tarde de la relación entre ésta y Pavel. Pero es en las páginas de su diario donde desnuda su intimidad con un detalle y desenfado que recuerdan a Alan Hollinghurst, el autor de novelas de iniciación homosexual como La estrella de la guarda o La línea de la belleza:

“Yo tengo la culpa de que tú seas mala, boca de chavala que yo enseñé a besar, cantaba Ana María González en la cúspide del frenesí, cuando de pronto Mauro lanzó un sorpresivo asalto a mi verga con una rapidez de cobra. No, por Dios, alcancé a protestar, pero una erección categórica le restó autoridad a mi queja. Caliente y asustado a la vez, intenté una débil y tardía resistencia verbal desmentida por mi quietud. Durante los breves instantes en que Mauro me sacó el pito de la bragueta y se lo metió en la boca, debo haber repetido quince veces la palabra no y ent todo momento mi negativa quería decir sí. Mauro es un mamador excelso, que domina a la perfección el arte de chupar sin morder el glande, y gracias a su destreza bucal la intensidad del placer ahogó mis protestas. Al eyacular no me permitió retirar el pene de su boca y se tragó el semen con avidez, aunque un chisguete blanco demasiado potente quedó embarrado en el brazo del sofá”.

Su dilema es personal y universal al mismo tiempo, puesto que es un joven que, aunque constantemente se diga a sí mismo que ya es adulto, está definiendo muchas cosas aún, entre ellas su sexualidad; situación que Mauro, un dramaturgo tabasqueño venido a menos por las políticas culturales de Margarita López Portillo, aprovecha para seducirlo, valiéndose de sus puntos débiles: el deseo de convertirse en escritor y su avidez hacia todo lo que implique cultura (como las obras de Óscar Wilde); su rebeldía ante los valores burgueses (y por tanto, su aprecio hacia las minorías despreciadas) y su dificultad para relacionarse con las mujeres, que ha comenzado con su decepción por Berenice, la novia que lo dejó por un amigo y que le hace llorar al ver Esplendor en la hierba, de Elia Kazan. Esto lo aprovecha Mauro para acariciarlo, lo cual hace poner furioso a Germán y gritarle “Entiéndelo de una vez. No soy homosexual”. Esta reacción casi hace perder la vida a Mauro, quien en su desesperación por no poder seducir a Germán se lanza a las calles y es linchado brutalmente por unos juniors.
Mauro, al contrario que Germán, tiene mucha experiencia en la vida y en el sexo. Su confesionario es “La chiquis”, director de la agencia de publicidad. Con él habla de cosas superficiales: seducir a “bugas” o heterosexuales, la última aventura con un taxista o los ligues de juventud, pero también de aspectos más profundos, como el deseo de tener una pareja estable. Sin embargo, Mauro contrarresta la frivolidad de su ambiente poniendo a Germán en un altar. Lo desea como una pareja, no como a una aventura. Pero esto le causa serios conflictos. Como dice “Chiquis”, aventureras como ellas no pueden tener estabilidad. Por ello Germán se resigna:

“Necesitaba, quizá, suplir sus carencias en los brazos de un amante sin melindres. Con Germán podría ventilar sueños, compartir pasiones literarias, retroalimentar su creatividad. Para la jodienda más le valía buscarse a otros. Eso significaría tener el alma partida en dos. ¿Pero no había partido también su vocación de escritor? ¿No escribía teatro por necesidad expresiva y televisión para ganar dinero? Pues tampoco en el amor podía aspirar a la plenitud. Ni modo, le había tocado vivir en un país defectuoso, hemipléjico, en donde la gente amaba de perfil, se prostituía a medias, cambiaba de identidad al gusto de su auditorio. Fue a buscar la libreta de teléfonos y marcó el número de Felipe, el sobrecargo.
-Hola, mi cielo. He tenido sueños muy sucios pensando en ti. ¿Tienes algo que hacer mañana en la tarde?”

La narración va, ágilmente, mostrando el aprendizaje de Germán. Del primer capítulo, que muestra a una diligente Paula Recillas mecanografiando un cuento de su hijo, mientras imagina al gran escritor en que se convertirá, hasta las fuertes peleas a causa de los desvelos de Germán, sus amigos, a los que Paula ve con muy malos ojos, sus ideas sociales, sus diferencias sobre la moral y la sexualidad y sobre todo su íntima relación con Mauro, (quien incluso le dedica un libro y le da un sitio de honor en la presentación de su nueva obra de teatro); como en la vida, las aguas parecen volver lentamente a su curso. Pero no de la misma manera. Ellos han cambiado. Se han visto confrontados directamente con la vida y sus contradicciones. La ofrenda es una recapitulación a posteriori, pero ya Germán, Paula y Mauro se ha visto en espejos de cuerpo entero: los mismos seres, pero se han transformado. No se puede decir que el cambio sea bueno o malo. Simplemente son seres con nuevas experiencias. Quizá la mayor virtud de Fruta verde sea mostrarnos el cambio en los personajes de una manera tan natural y en un constante dialogar consigo mismos mientras analizan sus errores: una de las mayores virtudes de la narrativa de Serna.
Fruta verde es una novela provocativa. Lidia con temas difíciles y actuales y sale bien librada. Si en El miedo a los animales el autor ya se había mostrado polémico, con su última novela demuestra que jamás perderá sus mejores cualidades. Ya sea ante la homofobia, la represión sexual o el mundillo cultural, Serna siempre tendrá un as bajo la manga: la ironía despiadada que no deja títere con cabeza. Aunque esta vez unida a un homenaje manifiesto en el último capítulo: Ofrenda a los seres queridos que dejaron una huella imborrable en ¿Germán? ¿Enrique Serna? Aunque las leyes de la narrativa interpongan una barrera entre el autor y sus personajes, queda la pregunta en el aire.