Recuerdo que sentí un temor reverencial cuando vi estos dos gruesos tomos blancos, editados por el Fondo de Cultura Económica, en la biblioteca central de la Universidad Veracruzana. En un principio tuve cierta renuencia a indagar en ellos. “El mapa no es el territorio”, me decía a mí mismo. Sin embargo, la curiosidad pudo más y decidí echar un vistazo a los libros. En realidad terminé sacándolos de la biblioteca. Pero no leí los textos. En ese momento me atrajo más la arquitectura de la antología. Cinco libros que contenían a su vez varias secciones. Era como si el caótico universo literario desperdigado en bibliotecas y manuales, y que en vano había tratado de ordenar mentalmente, tomara una prístina forma difícilmente superable.
El plan parecía arriesgado, inmenso, desalentador, monumental y azaroso, más todos los adjetivos que se quiera agregar. Sin embargo, el empeño de Christopher Dominguez-Michel (quien ha demostrado no temer a los proyectos titánicos, y su Vida de Fray Servando es una muestra), logró dar forma, en dos tomos, a un completo panorama de la Narrativa mexicana del siglo XX. Estos volúmenes contienen la esencia de todo lo que en prosa se ha escrito en México durante el siglo pasado y es, además, un viaje cronológico que abarca el siglo y todas las vertientes narrativas que lo acompañaron. Por supuesto, para ayudarlo a sortear mejor los complicados territorios de la narrativa, el crítico dividió en varios libros el recorrido. Y agregó notas introductorias de gran valor informativo y referencial.
El primer libro, “La guerra y la paz”, abarcaba la narrativa de la revolución mexicana tanto en sus épica mayor (Vasconcelos, Azuela, Martín Luis Guzmán), como en su “épica menor” (Urquizo, Campobello), así como en sus antecedentes, reunidos en El salón y sus celdas (destaca Federico Gamboa, el autor de Santa) y la época posterior (la novela cristera, indigenista o proletaria). El libro segundo titulado “El licor del estilo” reúne a los ateneístas (“La cena”, de Reyes), los colonialistas (Artemio del Valle Arizpe), los contemporáneos y sus “novelas como nube” (“Margarita de Niebla”, de Torres Bodet) y a una variedad inclasificable (Efrén Hernández, Ortiz de Montellano o Carlos Noriega Hope)
El libro tercero, Contemporáneos de todos los hombres, marca el cénit de la narrativa mexicana. Ahí están los padres fundadores (Paz, Arreola, Benítez, Yáñez, Revueltas y Rulfo), así como a maestros que disolvieron la utopía (Castellanos, Galindo, Tario), y los que exploraron la ciudad moderna (Valadés, Spota, Rafael Bernal).
Los libros cuarto y quinto son los más amplios y abarcan el segundo tomo. El cuarto se titula “La modernidad suspendida” e incluye un capítulo entero sobre Fuentes, otro dedicado a “inventores de creaturas” (Arredondo, Monterroso, García Ponce) y a fabuladores del tiempo (Pacheco, Ibargüengoitia, Pitol). El Libro de las obsesiones, con narradores del cuerpo como Aguilar Camín, Agustín Ramos o José María Pérez Gay. Pasiones y humores, donde están Del Paso, Villoro, Aguilar Mora, Da Jandra. Ciudad tan oscura (Ramírez Heredia, Armando Ramírez, Guillermo Samperio) o Tierra baldía (Hernán Lara Zavala, Sada, Morales Bermúdez). Por último hay un capítulo compuesto por tres partes: La comedia imaginaria. En el Paraíso caben Jordi García Bergua, Hiriart, o Francisco Hinojosa. En el Purgatorio Aridjis, o Rossi y en el Infierno Ruy Sánchez, Emiliano González o Samuel Walter Medina. A grandes rasgos esa es la estructura.
En una entrevista publicada en el primer número de Letras libres, Domínguez Michael exponía sus puntos de vista sobre la narrativa mexicana. “No creo –y no suena bien que lo diga un antólogo de la narrativa mexicana- que la novela sea la más poderosa de nuestras expresiones literarias. Es una insuficiencia común a toda la lengua española. En esta centuria, Gracias a Rulfo, Lezama Lima, Carpentier y García Márquez, América Latina logró una narrativa de primer orden, e incluso canónica durante buena parte de la segunda mitad del siglo. Un Salman Rusdhie, por ejemplo, no es una lectura interesante para quien se crió con Cien años de soledad, como hace cien años Federico Gamboa no pasaba de ser un buen epígono de Zola. Este siglo nos convirtió en camaradas y maestros de otras narrativas, pero no tenemos, cada año, la fertilidad de narrativas fundacionales como la inglesa, que al ser absorbida por su periferia –los japoneses angloparlantes, los hongkoneses, los angloindios- logró renovarse. No tenemos un Lawrence Norfolk, que nació en 1961 y desde la primera línea nos hace saber que es hijo de la patria de los Brontë y de Dickens”.
Me quedó muy grabada su referencia a Lawrence Norfolk. Leí El diccionario de Lempriere y El rinoceronte del papa, sus dos primeras novelas (hay una tercera, En figura de jabalí, publicada también por Anagrama). La primera me impresionó sobre todo por la juventud del autor (la foto mostraba a un despreocupado inglés, a lo mucho habiendo terminad la universidad) y por la potencia verbal, descriptiva, así como la erudición que desbordaba incluso los límites de la novela. En figura de jabalí me dejó completamente sorprendido. Más allá de su argumento –la idea que tuvieron los portugueses de regalar un rinoceronte al papa para ganar sus favores ante su rival España- la novela es un tour de fource desconcertante y monumental, desde la primera línea hasta el final rabelesiano, casi seiscientas páginas después.
Regresando a la antología, su núcleo está al final del primer libro. En el capítulo titulado “Padres fundadores”. Una cita resume este apartado:
“A la distancia, en las obras de medio siglo parece quedar resuelta la contradicción inevitable que vivió nuestra literatura entre las “obligaciones” que impone la historia y las “evasiones” que santifica el arte. La fundación que fortalecen estos seis autores no sólo es la maestría artística universal, que ya es mucho, ni la puesta al día de las letras con el reloj del siglo, lo cual es inolvidable, sino la conciencia de una literatura en absoluta libertad, que lo es todo” (1005).
Si en Revueltas se da una novela que, nutriéndose de la literatura proletaria y cristera, expone las contradicciones de la vida, Octavio Paz, en sus poemas en prosa, “logra resolver lo que Reyes y Torri no hicieron al desinteresarse de la vanguardia” (1005). Juan Rulfo da una dimensión mítica a la escritura, Fernando Benítez y Agustín Yañez revisan la relación entre historia y novela en sus respectivas (El rey viejo y Al filo del agua) Mientras que Arreola da entrada a temas literarios que se habían olvidado con su prosa magistral.
En una segunda parte veremos la huella que dejaron estos maestros fundadores que, como dice Paz, pretendieron: “Arrancar las máscaras de la fantasía, clavar una pica en el centro sensible: provocar la erupción”:
El plan parecía arriesgado, inmenso, desalentador, monumental y azaroso, más todos los adjetivos que se quiera agregar. Sin embargo, el empeño de Christopher Dominguez-Michel (quien ha demostrado no temer a los proyectos titánicos, y su Vida de Fray Servando es una muestra), logró dar forma, en dos tomos, a un completo panorama de la Narrativa mexicana del siglo XX. Estos volúmenes contienen la esencia de todo lo que en prosa se ha escrito en México durante el siglo pasado y es, además, un viaje cronológico que abarca el siglo y todas las vertientes narrativas que lo acompañaron. Por supuesto, para ayudarlo a sortear mejor los complicados territorios de la narrativa, el crítico dividió en varios libros el recorrido. Y agregó notas introductorias de gran valor informativo y referencial.
El primer libro, “La guerra y la paz”, abarcaba la narrativa de la revolución mexicana tanto en sus épica mayor (Vasconcelos, Azuela, Martín Luis Guzmán), como en su “épica menor” (Urquizo, Campobello), así como en sus antecedentes, reunidos en El salón y sus celdas (destaca Federico Gamboa, el autor de Santa) y la época posterior (la novela cristera, indigenista o proletaria). El libro segundo titulado “El licor del estilo” reúne a los ateneístas (“La cena”, de Reyes), los colonialistas (Artemio del Valle Arizpe), los contemporáneos y sus “novelas como nube” (“Margarita de Niebla”, de Torres Bodet) y a una variedad inclasificable (Efrén Hernández, Ortiz de Montellano o Carlos Noriega Hope)
El libro tercero, Contemporáneos de todos los hombres, marca el cénit de la narrativa mexicana. Ahí están los padres fundadores (Paz, Arreola, Benítez, Yáñez, Revueltas y Rulfo), así como a maestros que disolvieron la utopía (Castellanos, Galindo, Tario), y los que exploraron la ciudad moderna (Valadés, Spota, Rafael Bernal).
Los libros cuarto y quinto son los más amplios y abarcan el segundo tomo. El cuarto se titula “La modernidad suspendida” e incluye un capítulo entero sobre Fuentes, otro dedicado a “inventores de creaturas” (Arredondo, Monterroso, García Ponce) y a fabuladores del tiempo (Pacheco, Ibargüengoitia, Pitol). El Libro de las obsesiones, con narradores del cuerpo como Aguilar Camín, Agustín Ramos o José María Pérez Gay. Pasiones y humores, donde están Del Paso, Villoro, Aguilar Mora, Da Jandra. Ciudad tan oscura (Ramírez Heredia, Armando Ramírez, Guillermo Samperio) o Tierra baldía (Hernán Lara Zavala, Sada, Morales Bermúdez). Por último hay un capítulo compuesto por tres partes: La comedia imaginaria. En el Paraíso caben Jordi García Bergua, Hiriart, o Francisco Hinojosa. En el Purgatorio Aridjis, o Rossi y en el Infierno Ruy Sánchez, Emiliano González o Samuel Walter Medina. A grandes rasgos esa es la estructura.
En una entrevista publicada en el primer número de Letras libres, Domínguez Michael exponía sus puntos de vista sobre la narrativa mexicana. “No creo –y no suena bien que lo diga un antólogo de la narrativa mexicana- que la novela sea la más poderosa de nuestras expresiones literarias. Es una insuficiencia común a toda la lengua española. En esta centuria, Gracias a Rulfo, Lezama Lima, Carpentier y García Márquez, América Latina logró una narrativa de primer orden, e incluso canónica durante buena parte de la segunda mitad del siglo. Un Salman Rusdhie, por ejemplo, no es una lectura interesante para quien se crió con Cien años de soledad, como hace cien años Federico Gamboa no pasaba de ser un buen epígono de Zola. Este siglo nos convirtió en camaradas y maestros de otras narrativas, pero no tenemos, cada año, la fertilidad de narrativas fundacionales como la inglesa, que al ser absorbida por su periferia –los japoneses angloparlantes, los hongkoneses, los angloindios- logró renovarse. No tenemos un Lawrence Norfolk, que nació en 1961 y desde la primera línea nos hace saber que es hijo de la patria de los Brontë y de Dickens”.
Me quedó muy grabada su referencia a Lawrence Norfolk. Leí El diccionario de Lempriere y El rinoceronte del papa, sus dos primeras novelas (hay una tercera, En figura de jabalí, publicada también por Anagrama). La primera me impresionó sobre todo por la juventud del autor (la foto mostraba a un despreocupado inglés, a lo mucho habiendo terminad la universidad) y por la potencia verbal, descriptiva, así como la erudición que desbordaba incluso los límites de la novela. En figura de jabalí me dejó completamente sorprendido. Más allá de su argumento –la idea que tuvieron los portugueses de regalar un rinoceronte al papa para ganar sus favores ante su rival España- la novela es un tour de fource desconcertante y monumental, desde la primera línea hasta el final rabelesiano, casi seiscientas páginas después.
Regresando a la antología, su núcleo está al final del primer libro. En el capítulo titulado “Padres fundadores”. Una cita resume este apartado:
“A la distancia, en las obras de medio siglo parece quedar resuelta la contradicción inevitable que vivió nuestra literatura entre las “obligaciones” que impone la historia y las “evasiones” que santifica el arte. La fundación que fortalecen estos seis autores no sólo es la maestría artística universal, que ya es mucho, ni la puesta al día de las letras con el reloj del siglo, lo cual es inolvidable, sino la conciencia de una literatura en absoluta libertad, que lo es todo” (1005).
Si en Revueltas se da una novela que, nutriéndose de la literatura proletaria y cristera, expone las contradicciones de la vida, Octavio Paz, en sus poemas en prosa, “logra resolver lo que Reyes y Torri no hicieron al desinteresarse de la vanguardia” (1005). Juan Rulfo da una dimensión mítica a la escritura, Fernando Benítez y Agustín Yañez revisan la relación entre historia y novela en sus respectivas (El rey viejo y Al filo del agua) Mientras que Arreola da entrada a temas literarios que se habían olvidado con su prosa magistral.
En una segunda parte veremos la huella que dejaron estos maestros fundadores que, como dice Paz, pretendieron: “Arrancar las máscaras de la fantasía, clavar una pica en el centro sensible: provocar la erupción”: