¿Por qué amamos a las mujeres? Hay muchas respuestas para una pregunta tan universalmente planteada. Lo hacemos porque nos dan protección, cariño, seguridad, una sensatez de la cual carecemos y, cuando nos esforzamos lo suficiente, amor. Sin embargo, quiero creer que una gran cantidad de hombres experimenta, de vez en cuando, algo parecido a enojo contra el género femenino, y que la gran mayoría ha sentido, en algún momento de su vida, una profunda decepción. Sé que suena incómodo; todos somos hijos de una madre, y sin las mujeres estaríamos incompletos, temerosos y amargados. El enojo contra el género femenino es una metonimia. Esta figura retórica consistía en hablar del todo señalando sólo una parte. Pues bien, supongo que cuando estamos enojados con el género femenino es por una de sus representantes. Lo mismo que cuando una mujer exclama el conocido cliché: Todos los hombres son iguales. No hay motivo para semejante afirmación. Basta echar un vistazo para darse cuenta que hay de todos los tamaños, olores, colores y caracteres. Pero una mala experiencia es suficiente para echar la culpa a todos.
Es difícil hablar de la experiencia de otros. Cuando uno lo hace se está viendo en el espejo. Podemos escuchar a nuestros amigos reclamar lo mal que los han tratado en alargadas borracheras; oír que un súbito sentimental está deseoso de llevar serenata al balcón más cercano o soportar al charlatán en curso fingiendo ser Casanova. Pero a fin de cuentas sólo conocemos nuestra propia experiencia; y ésta sesgadamente. ¿Quién es capaz de afirmar que puede saber con certeza por qué sus relaciones con las mujeres han sido de una forma específica y no de otra?
Debo confesar que me encantan las mujeres. Me fascinan sus desplantes matemáticamente planteados; Adoro sus negativas de último momento; Me parece encantador que se alejen de ti cuando estás desangrándote y necesites que alguien te cure. Interrogo profundamente a la vida cuando aparece una que podría llenarte completamente en todos los sentidos, pero pertenece a alguien más afortunado. En pocas palabras, me agrada de ellas lo que generalmente se detesta. Suena irónico, lo sé. ¿En cuantas ocasiones no he sentido deseos de convertirme en un amargado misógino? No me alcanzarían los dedos de la mano. Constantemente me pregunto a mí mismo. ¿Y ahora en qué fallé? No parecen haber muchas respuestas. Ellas lo tienen. Sí, eso llamado sexto sentido, y parecen olerte a una gran distancia. Tu inseguridad no se les escapa. Tampoco el olor a sexo de otra mujer impregnado en tu piel. Además, parecen estar más conscientes de sus deseos. Cuando es no, simplemente es no. Tajante y directo. Hace un tiempo intenté conquistar a una damisela poblana. Por más tiempo de lo habitual en mí. Y no es que fuera excesivamente bella. Simplemente me parecía inteligente y algo atractiva. La chica en cuestión me mantuvo dos meses en suspenso y al final se negó por completo. Mujeres. Seguimos su juego hasta las últimas consecuencias, aunque a veces nos manden mensajes insultantes, nos nieguen un beso o hagan el amor solamente una vez con nosotros y luego se vayan, afirmando que necesitan ser realmente “amadas” o tienen un “anhelo”.
Dice Martin Amis que los prejuicios son odios de segunda mano. Jamás debemos usarlos contra el género femenino. Terminarán volviéndose contra nosotros. Los prejuicios flotan en el aire. Son una creación cultural. ¿Por qué han sido los roles entre géneros establecidos de una manera y no de otra? ¿Por qué una mujer debe aceptar a un príncipe azul y no a uno verde o morado? ¿Cuál es el motivo de fondo por el cual se piensa que determinadas jovencitas están en la universidad mientras se casan? ¿Si una mujer no llega virgen al matrimonio vale menos? Estamos tan sumergidos en ideas preconcebidas, enseñanzas culturales del año del caldo y absurdas conclusiones que difícilmente hay posibilidades de experimentar lo que deseamos. A lo más que se puede aspirar es a conocer un poco más a las mujeres no como quisiéramos que fueran, sino simplemente como son.
¿Pero cómo son, simplemente? Largas horas meditando para no llegar a ninguna respuesta plausible. Quiero decir, no encuentro el hilo de la madeja. O mi pobre mente, trastornada después de tantos años de existencia en este planeta, ya no funciona como antes. O he conocido a tantas mujeres sin nada en común, que no encuentro un factor que pueda unirlas en un ente único. Probablemente, el error consista en querer englobar a un ser único y particular, en una categoría general. Al hacer esto se incurre en pereza mental. En vez de tratar de conocer al ente particular y, a partir de él comenzar a plantearse una teoría, uno pretende usar la categoría general “mujeres” y encorsetarla en un individuo.
Cuando se conoce a uno de esos seres a los que se llama “mujeres” probablemente se experimenten muchas emociones. ¿Pero tienen que ver con lo que ya sabemos de “ellas”, tal como se nos ha hablado desde la televisión, las revistas, la familia, la sociedad y un largo etcétera, o tienen que ver con algo que realmente se siente? Creo que el segundo sentimiento es el más honesto. No hay prejuicios de por medio. No hay falsas ilusiones. Ver la realidad, implica ir más allá de los conceptos. No a través de la palabra “mujer” y su compleja carga semántica. No a través de nuestra historia personal, con sus fracasos y éxitos. Sólo ver a ese ser como si se contemplara por primera vez.
Difícil, no hay duda. Los ojos transmiten al cerebro información. Complejos mecanismos neuronales y hormonales traicionan nuestras sensaciones cuando algo realmente bello aparece ante las pupilas. Y de inmediato, una serie de filtros y recuerdos hacen estragos. ¿Cómo evitarlos? ¿Cómo lograr ver algo como si fuera la primera vez? Sería interesante cerrar los ojos, imaginar algo puro. Algo que no estuviera contaminado por las quimeras de la mente. Y al abrirlos, darse cuenta de que hay algo que tiene el pelo largo, que donde un hombre tiene plano, ella tiene hermosas prolongaciones redondeadas y suaves. Y que tiene una voz suave y huele bien. Esos son todos los datos.
¿Y luego qué? Tal vez esta reflexión deba prolongarse en una segunda parte.
Es difícil hablar de la experiencia de otros. Cuando uno lo hace se está viendo en el espejo. Podemos escuchar a nuestros amigos reclamar lo mal que los han tratado en alargadas borracheras; oír que un súbito sentimental está deseoso de llevar serenata al balcón más cercano o soportar al charlatán en curso fingiendo ser Casanova. Pero a fin de cuentas sólo conocemos nuestra propia experiencia; y ésta sesgadamente. ¿Quién es capaz de afirmar que puede saber con certeza por qué sus relaciones con las mujeres han sido de una forma específica y no de otra?
Debo confesar que me encantan las mujeres. Me fascinan sus desplantes matemáticamente planteados; Adoro sus negativas de último momento; Me parece encantador que se alejen de ti cuando estás desangrándote y necesites que alguien te cure. Interrogo profundamente a la vida cuando aparece una que podría llenarte completamente en todos los sentidos, pero pertenece a alguien más afortunado. En pocas palabras, me agrada de ellas lo que generalmente se detesta. Suena irónico, lo sé. ¿En cuantas ocasiones no he sentido deseos de convertirme en un amargado misógino? No me alcanzarían los dedos de la mano. Constantemente me pregunto a mí mismo. ¿Y ahora en qué fallé? No parecen haber muchas respuestas. Ellas lo tienen. Sí, eso llamado sexto sentido, y parecen olerte a una gran distancia. Tu inseguridad no se les escapa. Tampoco el olor a sexo de otra mujer impregnado en tu piel. Además, parecen estar más conscientes de sus deseos. Cuando es no, simplemente es no. Tajante y directo. Hace un tiempo intenté conquistar a una damisela poblana. Por más tiempo de lo habitual en mí. Y no es que fuera excesivamente bella. Simplemente me parecía inteligente y algo atractiva. La chica en cuestión me mantuvo dos meses en suspenso y al final se negó por completo. Mujeres. Seguimos su juego hasta las últimas consecuencias, aunque a veces nos manden mensajes insultantes, nos nieguen un beso o hagan el amor solamente una vez con nosotros y luego se vayan, afirmando que necesitan ser realmente “amadas” o tienen un “anhelo”.
Dice Martin Amis que los prejuicios son odios de segunda mano. Jamás debemos usarlos contra el género femenino. Terminarán volviéndose contra nosotros. Los prejuicios flotan en el aire. Son una creación cultural. ¿Por qué han sido los roles entre géneros establecidos de una manera y no de otra? ¿Por qué una mujer debe aceptar a un príncipe azul y no a uno verde o morado? ¿Cuál es el motivo de fondo por el cual se piensa que determinadas jovencitas están en la universidad mientras se casan? ¿Si una mujer no llega virgen al matrimonio vale menos? Estamos tan sumergidos en ideas preconcebidas, enseñanzas culturales del año del caldo y absurdas conclusiones que difícilmente hay posibilidades de experimentar lo que deseamos. A lo más que se puede aspirar es a conocer un poco más a las mujeres no como quisiéramos que fueran, sino simplemente como son.
¿Pero cómo son, simplemente? Largas horas meditando para no llegar a ninguna respuesta plausible. Quiero decir, no encuentro el hilo de la madeja. O mi pobre mente, trastornada después de tantos años de existencia en este planeta, ya no funciona como antes. O he conocido a tantas mujeres sin nada en común, que no encuentro un factor que pueda unirlas en un ente único. Probablemente, el error consista en querer englobar a un ser único y particular, en una categoría general. Al hacer esto se incurre en pereza mental. En vez de tratar de conocer al ente particular y, a partir de él comenzar a plantearse una teoría, uno pretende usar la categoría general “mujeres” y encorsetarla en un individuo.
Cuando se conoce a uno de esos seres a los que se llama “mujeres” probablemente se experimenten muchas emociones. ¿Pero tienen que ver con lo que ya sabemos de “ellas”, tal como se nos ha hablado desde la televisión, las revistas, la familia, la sociedad y un largo etcétera, o tienen que ver con algo que realmente se siente? Creo que el segundo sentimiento es el más honesto. No hay prejuicios de por medio. No hay falsas ilusiones. Ver la realidad, implica ir más allá de los conceptos. No a través de la palabra “mujer” y su compleja carga semántica. No a través de nuestra historia personal, con sus fracasos y éxitos. Sólo ver a ese ser como si se contemplara por primera vez.
Difícil, no hay duda. Los ojos transmiten al cerebro información. Complejos mecanismos neuronales y hormonales traicionan nuestras sensaciones cuando algo realmente bello aparece ante las pupilas. Y de inmediato, una serie de filtros y recuerdos hacen estragos. ¿Cómo evitarlos? ¿Cómo lograr ver algo como si fuera la primera vez? Sería interesante cerrar los ojos, imaginar algo puro. Algo que no estuviera contaminado por las quimeras de la mente. Y al abrirlos, darse cuenta de que hay algo que tiene el pelo largo, que donde un hombre tiene plano, ella tiene hermosas prolongaciones redondeadas y suaves. Y que tiene una voz suave y huele bien. Esos son todos los datos.
¿Y luego qué? Tal vez esta reflexión deba prolongarse en una segunda parte.
2 comentarios:
guau!
Me gustan varias de las reflexiones mezcladas entre ciertos versos.
Me encanta tmb la idea de la unicidad dentro de tus "mujeres", también creo que funciona así con los "hombres"... cada uno es tan único, tan diferente y al final si resultamos un poco de lo mismo todos.
Saludos submarinos! siga pensándole.. :)
p.d. a mí me gustan los príncipes morados, a veces verdes y constantemente amarillos :)
mas bien yo creo q la gente ama cuando no hay nada mejor q hacer jeje el amor es como el ocio puro.. si t das cuenta cuando estas ocupadisimo ni piensas en el amourrrrr.... y si piensas en el dices "hay, pero ahorano tengo tiempo d amar!"
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