domingo, 30 de diciembre de 2007

El lector recorre las islas/1


El Caribe y sus grandes libros.

¿Cómo una región del mundo que aparentemente ha tenido poco tiempo para desarrollarse presenta tanta riqueza cultural, no sólo en letras sino en todas sus expresiones artísticas? Como explican Ana Margarita Mateo y Luis Álvarez en su libro El caribe en su discurso literario, la respuesta podría estar en la geometría no euclidiana de los fractales, expuesta por el matemático Benoit Mandelbrot. El Caribe es un objeto fractal en la medida en que, a pesar de la diversidad, puede estudiarse como una unidad en la que cada componente contiene una imagen del todo.
Dice el libro:

“La literatura del Caribe, desde sus orígenes, ha venido proyectándose en una dirección creciente. Desde los últimos decenios del siglo XX los bullentes procesos germinativos, manifestados ya en el siglo XlX, se manifiestan con madurez en una serie de aspectos de interés fundamental, no ya para definir o comprender la cultura del Caribe, sino para alcanzar una visión integradora de la literatura de América Latina en su conjunto. No sólo han sido trascendidos los cepos modeladores que, desde Europa, ejercieron un influjo limitante en nuestro desarrollo, sino que las letras del Caribe han alcanzado a configurar modelos propios”[1]

Los jacobinos negros, de C. L. R. James, escritor nacido en Trinidad, es una apasionante y estremecedora crónica sobre la primera gran rebelión de esclavos en el Caribe. Relación novelada de las terribles condiciones en que vivían los esclavos traídos del Golfo de Guinea en barcos negreros, en donde la vida era eran lo más parecido al infierno que la mente humana pueda concebir. También es la odisea de un hombre que estaba destinado a grandes hazañas a primera vista irreales, que lo convierten en el adalid del primer país independiente de Latinoamérica: Haití. Eventualmente la historia de Toussaint L Ouverture es usada por Alejo Carpentier en El reino de este mundo, donde el término realismo mágico adquirió carta de naturalización. La descripción que hace James de los esclavos capturados, sin embargo, rebasa cualquier ficción y nos presenta la realidad en toda su crudeza.

“Los esclavos eran capturados en el interior, atados los unos a los otros en columnas, cargados con pesadas piedras de 18 o 20 kilos para evitar tentativas de fuga y a continuación obligados a emprender el largo camino hasta el mar, centenares de kilómetros en ocasiones, los enfermos y los débiles desplomándose para morir en la selva africana (...). Al llegar a los puertos de embarque se los encerraba en empalizadas para ser inspeccionados por los tratantes de esclavos (...). Dentro de los barcos, se comprimía a los esclavos en galerías escalonadas las unas sobre las otras. A cada uno le era concedido un espacio de apenas un metro y medio de largo por un metro de alto, de manera que no pudieran ni estirarse ni sentarse erguidos (...). La estrecha proximidad de tantos cuerpos desnudos, la carne amoratada y ulcerada, el aire fétido, la disentería reinante, la basura acumulada, convertía estas guaridas en un infierno”.

Difícil imaginar tanta miseria, y eso es sólo el principio. Cuando bajaban a sus lugares del destino “la mercancía” (pues para la mayoría de los comerciantes y propietarios no pasaban de eso) era revisada minuciosamente por los compradores; luego les escupían a la cara a los negros y, convertidos en propiedad de su nuevo amo, eran marcados con hierros candentes en ambos lados del pecho.
En las plantaciones de azúcar los esclavos trabajaban desde el alba hasta el anochecer, con un breve descanso. Si mostraban fatiga eran golpeados por los látigos de los capataces. Vivían en cabañas sin luz ni ventilación y comían lo poco que les daban sus amos, además de plantar sus propias cosechas para comprar ron o tabaco. Además, los castigos eran muy duros: latigazos, mutilaciones, hierros en las manos y en los pies, etc.
Irónicamente, en una región del mundo casi al margen de las zonas de influencia se ha desarrollado una cultura que no es posible observar sólo en su profundidad histórica. De ser así, nos encontraríamos con nativos exterminados en pocos decenios, como expone Fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias. De todo ello sólo quedan algunas palabras usuales, (como Caribe, que viene de caníbal. O Antillas, de lentejas) en nuestro vocabulario y huellas de la destrucción provocada por los europeos en algunos ensayos y novelas, como En busca de Eldorado. Crónica novelada de V. S. Naipaul en donde se expone el encuentro de algunos documentos que detallan la manera en que Trinidad se convirtió en una isla primero de negros llevados a la fuerza de su tierra, y después en un lugar donde exiliados hindúes trabajaban con la caña de azúcar. Indignado ante lo que para él es una isla pobre y sin cultura, Naipaul se convirtió en un perpetuo exiliado que ha recorrido el mundo buscando la síntesis de lo colonial desde en las pequeñas calles de Trinidad, como en Miguel Street, o en los países de África, en donde el gobierno del dictador en turno es pretexto para describir, con gran realismo y no poco pesimismo, la situación de un país africano recién independizado (Un recodo en el río), sin olvidar la India de sus antepasados, descrita con maestría en India, una civilización perdida.
Pero la novela en donde la oscura visión de Sir Vidia –como le llamaba su amigo Paul Theroux, (a quien un buen día abandonó en África, con lo que Theroux escribió Sir Vidia s Shadow, en donde narra su tormentosa amistad con Naipaul) se refleja con mayor crudeza es Una casa para Mr. Biswas. Un periodista venido a menos e inconforme con el sistema en que le ha tocado vivir logra comprar una casa pocos meses antes de su muerte. Así empieza el primer capítulo. El resto es la crónica de quien toda su vida intenta escapar a las rígidas costumbres y a la pedestre visión de la familia de su esposa. Hindúes exiliados que han transportado íntegras sus costumbres a Trinidad. El corrosivo humor de Naipaul se incrusta en cada frase, y a través de los ojos de Mr. Biswas nos damos cuenta de su enorme desencanto y a sus casi absurdos intentos por liberarse del lugar en que se encuentra atrapado. Como refugio sueña con esa casa que podrá comprarse cuando al fin consiga su libertad.
La moderna Odisea no se desarrolla en las lejanas islas de Grecia, sino en esa pequeña región de América a la que a veces se niega su lugar dentro del ámbito latinoamericano. En una extensión te tierras relativamente pequeña y con pocos años de historia como naciones ha surgido una literatura que ha rebasado las expectativas y que parece haberse desarrollado con gran rapidez. No es extraño que el premio Nobel haya recaído tres veces en escritores caribeños: Sainth John Perse, Derek Walcott y V. S. Naipaul son sólo los icebergs visibles de una cultura en ebullición. Tras ellos una pléyade de escritores y artistas han desarrollado una obra de gran profundidad, con un lenguaje que se nutre de todos los dialectos y lenguajes. Así Texaco, de Patrick Chamoiseau, muestra cómo el habla popular y la lengua literaria no son incompatibles entre sí. Al contrario. Juntos forman una polifonía de gran belleza que se va creando desde las confesiones de la vida de Marie Sophie Laborieux. A través de su historia se va tejiendo la de su país: Martinica, en cuatro diferentes épocas que se señalan, precisamente, con los materiales con que se hicieron las casas. Tiempo de paja, tiempo de barro y tiempo de hormigón. El nombre de la novela es al mismo tiempo el de la compañía norteamericana en donde los habitantes de la ciudad, orillados por la miseria, fabrican sus hogares. Al final su determinación puede más que los intentos de correrlos del dueño de los terrenos. Pero antes tenemos la historia entera de Martinica. Cómo los negros lograron su independencia de los bekes después de muchos sufrimientos, la destrucción de la primera capital por el volcán Santa Helena, la llegada de las compañías transnacionales con la avanzada de un nuevo Cristo que sólo al entrar recibe una pedrada, la vista a lo lejos del anciano alcalde Aime Cesaire y sobre todo la voz incansable de Marie Sophie Laborieux aleteando sobre todo eso eso:

“En la orilla de los ríos, la arena del volcán ya es arena buena. Pero la arena de la orilla del mar está llena de sal y de hierro. Así pues, yo la dejaba a merced de las lluvias hasta que tomase buen color”.

En una visión diametralmente opuesta tenemos a Jean Rhis y su Ancho mar de los Sargazos. En esta novela la visión no es de los negros siendo maltratados y humillados por los blancos, sino que una familia venida a menos que antaño poseyera grandes extensiones de tierra labradas por manos esclavas. Cuando la esclavitud llega a su fin se ven en aprietos y los esclavos toman venganza, expulsando de sus tierras a los antiguos propietarios. A la postre, como en la novela Jane Eyre en que está basada, la hija se vuelve loca y comienza a tener extrañas alucinaciones, en parte provocadas por los ritos vudus. Lo irónico es que termina sus días en una torre en Inglaterra, igual que la protagonista de la obra capital de Charlote Bronte. La novela está cargada de lirismo y nos muestra una imagen poco usual en la literatura caribeña. La de los antiguos plantadores o Bekes, como eran llamados por los esclavos.

[1] Mateo, Ana Margarita y Álvarez Luis, El caribe en su discurso literario, p. 16.

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