lunes, 27 de agosto de 2007

Como si fuera la primera vez/2

Tenemos entonces al sujeto de prueba que hay que “ver” como por primera vez. Sus características han sido planteadas. El objetivo, ahora, es evitar los peligrosos escollos. En primera instancia, el pasado y las buenas y malas experiencias. En segundo lugar, y eso es muy importante, no caer en los errores ni del machismo ni de la misoginia. Como tercer punto olvidar toda esa tradición trovadoresca que ha hecho de nosotros unos auténticos pelmazos sentimentales, cuya única ocurrencia es llevar flores, copiar apresuradamente poemas (o llevar serenata con canciones llenas de rencor) y embriagarse mientras se recuerda la traición de la susodicha, olvidándonos, claro está, de todas los errores propios y que nadie nos obligó a cometer.
El pasado es un mal consejero. Casi siempre guardamos malos recuerdos. Que tire la primera piedra quien se sienta libre de ellos. Es difícil no experimentar las mismas sensaciones porque nuestro cuerpo está hecho para eso. Pensemos en las células. Esos pequeños responsables de que las cosas marchen correctamente en el negocio. Cuando algo nuevo se acerca, de inmediato hay que relacionarlo con lo ya conocido. Por ello es necesario que en las células haya un proceso químico inmensamente complejo que ayude a la aceptación. De lo contrario se da el rechazo. Pero sin duda, cuando el rechazo se vuelve frecuente, las células comienzan a provocar un alejamiento crónico de aquello que es dañino. El resultado, las cosas no funcionan como es debido porque la información que se transmite de cada organismo celular a otro está completamente corrompida.
Sin embargo, no hay duda que se pierden muchas oportunidades debido a esta “vacuna” errónea. Basta pensar en que existen seres que prefieren la soledad al rechazo para darse cuenta. La elección de la castidad es la peor opción, sobre todo si resulta involuntaria. Idealizar es otra mala idea. Pensemos en lo mucho que pedimos al cielo un ser inteligente, hermoso, cariñoso y sensible, y en las pocas ocasiones en que ese “ángel” es enviado. Detrás puede haber algo tan demoniaco que, en el futuro, rogaremos directamente al infierno que nos envíe a su demonio más afamado.
Por ello, armados de paciencia y sensibilidad, el descubrimiento de aquello que verdaderamente deseamos debe ser algo espontaneo. Hay que olvidar todo lo aprendido y pensar el encuentro como inevitable. Igual que dos cuerpos espaciales en potencial colisión, nuestra naturaleza se orienta a esa búsqueda. Por el simple hecho necesitar el amor tanto como una planta precisa la luz del sol. Es la materia prima que nos permitirá alimentarnos de lo espiritual y proseguir nuestro crecimiento. Por ello, la desesperanza es sólo un obstáculo en la cristalización de aquello cada vez más cercano. Igual que las mareas y los vientos, el ser amado se manifiesta cuando la luna llena aparece en el cielo. Y el hecho de que siga siendo un desconocido es totalmente intrascendente. Amarlo desde cualquier instante, enviar el amor hacia el futuro, es la mejor invitación para que se acerque.
El machismo y la misoginia (o sus contrarios) son también malas opciones al ver algo por primera vez. Considerar inferior a alguien sólo aumenta el enojo. Discriminarlo y detestarlo es aún más nocivo si, a fin de cuentas, dichos sentimientos casi siempre toman lo peor de cada uno y lo aplican a otro ser humano. Misoginia y machismo son proyecciones de seres que, de manera distinta (uno apelando a la ignorancia y la estupidez; el otro al conocimiento y el elitismo), expresan su desencanto y su inseguridad.
La tradición occidental del amor (al menos en su versión más trillada) tampoco es un buen elixir para la existencia, mucho menos cuando nos convertimos en seres manejados por sensaciones banales, más propias de un mono en celo o de un títere que de un ser humano inteligente y sensible. Una flor o un poema pueden ser encantadores si se utilizan con imaginación y originalidad. Pero cuando alguien se vuelve capaz de las mayores estupideces por una idea del “amor” que ni siquiera es auténtica (sino prestada a los medievales, y luego mezclada con una pizca de Platón y un poco de Romeo y Julieta), hay que revisar los esquemas. La libertad y la cercanía, pero sobre todo que algo no duela, son las condiciones mínimas para que el amor fluya. Cuando esto falta, una relación se convierte en un remedo grotesco de felicidad. Por otro lado, jugar al amor puede ser divertido cuando los castillos son construidos en el aire. Pero el resultado será el fracaso, porque aquello que se hace en un sitio tan poco estable caerá tarde o temprano.
Quien es esclavizado por sus deseos se pone las cadenas a sí mismo todas las noches, y la emancipación nunca llegará a menos que abra los ojos. Es más sano reconocer que un paradigma equivocado me ha llevado a los peores fracasos. Ver a alguien como si fuera la primera vez implica, entonces, librarse de los prejuicios por lo menos mientras la visión no desaparezca de nuestra vista. No olvides nunca que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos, como dijo un escritor alemán.

martes, 14 de agosto de 2007

De-loused in the comatorium


A la memoria de Ana Olivia

Este es mi décima participación (¿o debo decir debraye?) en este periódico. Un número redondo y me alegro de haber llegado a él. Por tanto cerraré dos ciclos. Como a las series de televisión diré que esta fue una primera temporada columnística y que -como Nip tuck, Heroes, 24, Desesperate housewifes y otras exitosas series gringas- hay que empezar la segunda temporada. El otro ciclo termina este 21 de agosto, pues se cumple un año del día más negro y triste de mi vida. Y no señores y señoras. Ya no quiero, como antes, Pintar todo de negro al ritmo de los Stones. Intento ser más positivo. Pero “Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!Golpes como del odio de Dios” (Vallejo dixit). Ella fue muy hondo en las profundidades del océano de la noche y uno de mis propósitos de vida es saber qué encontró ahí. Al menos eso me impide cortarme las venas un día de estos, porque a fin de cuentas siempre habrá algo inesperado a la vuelta de los días (o eso quiero pensar, aunque a veces parezca que la única luz al final del túnel es la de un tren que viene del lado contrario).
Mars volta, el grupo del guitarrista Omar López y el cantante Blixer Zavala, tiene un disco genial: Deloused in the comatorium. King Crimson, Frank Zappa, Rush, Led Zeppelin, Voivod, metidos en una batidora averiada, mezclado con desquiciadas líricas y servidos a punto de hielo. Y suena bien, muy bien después de varias escuchas. Está dedicado a Julio Venegas, un amigo de Omar y Blixer quien, después de una sobredosis, quedó varios días en coma. Hacia el final del disco una canción hace cambio de tono. Se trata de una balada tan absolutamente desgarradora e impactante que uno se pregunta si este grupo fue bendecido directamente por el genio o el espíritu de Julio se metió en el estudio de grabación. Hacia el final de la canción las líricas son algo sublime, entonadas por la voz desgarradora de Blixer y acompañadas por la guitarra mágica de Omar.
Cuando pienso en Ana, mi prima más querida, descubro que el disco podría haber sido hecho para ella. Aunque su agonía fue más rápida, estuvo en un coma que nos mantuvo a quienes la amábamos (muchos le habían hecho daño, como su ex novio Diego, padre del pequeño Guillermo; o Arturo su padre, quien la despreciaba por haber tenido a un hijo tan joven, pero cualquier arrepentimiento era tardío) en un estado de ansiedad indescriptible. Cuando me dijeron que estaba en el hospital por un aneurisma, algo más denso que el miedo invadió mis vísceras. ¿Qué estaba ocurriendo? Algo no marchaba en absoluto. Hacía una semana habíamos hablado con ella por Messenger y yo le había enviado Nautilus, un cuento en que un submarinista se interna en lo profundo de su conciencia como quien lo hace en una gruta submarina. Ella estudiaba biología marina. “¿Te gustan las lampreas?”. Al parecer no conocía a esos pececillos casi transparentes que viven en lo más profundo del océano. Luego hablamos de mi futuro viaje a La paz, Baja California, a donde ella me invitaba a pasar unos días. Me describió lo que haríamos. Ir a la ciudad, un sitio sumamente tranquilo con personas agradables. Nos meteríamos a nadar. Veríamos la salida y la puesta de sol y quizá iríamos a los Cabos.
Nada de eso ocurrirá. Al menos no como lo habíamos pensado. A la semana siguiente tuvo un aneurisma fulminante. Como no soy médico no podría describir con mucha exactitud en qué consiste, pero básicamente es el rompimiento de una vena dentro de la cavidad craneal. Un derrame de sangre que destruye el cerebro y sus células como el ácido los circuitos de una computadora. En los siguientes días las noticias estaban cargadas de incertidumbre y se contradecían. Tuve un poco de respiro y me sentí optimista al creer que, aunque con complicaciones posteriores, Ana seguiría viviendo. Información que el sábado dio un giro. El segundo aneurisma había provocado muerte cerebral. Sólo quedaba esperar a que los órganos vitales se detuvieran lentamente. Y eso podría llevar de 24 a 48 horas.
Yo estaba en Puebla, y la ciudad me pareció más fea y desalmada que nunca. Se me ocurrió que la única opción que tenía era tomar un boleto a San Cristóbal para estar cerca de mi familia. Y lo hice, realizando uno de los viajes más angustiosos que recuerdo en mi vida. A pesar de las pastillas para dormir no conciliaba el sueño. Y cuando llegué la luz del día me pareció una lámpara desnuda sobre el pequeño valle y los rostros sonrientes calaveras que iban y venían en sus ajustados trajes de carne. Mi familia estaba con los ánimos por el suelo y todos contábamos los minutos y las horas. Sólo cabía esperar aunque, muy en el fondo, había esperanza. ¿Era posible un milagro o un suceso inesperado? El precio sin embargo era perecía excesivo. Un coma permanente o, si llegaba a despertar, ceguera, sordera, parálisis. Qué sé yo.
Ese domingo mi manera de enfrentarme a la muerte fue, de manera irónica, en brazos de una viuda (otra canción de Mars volta se llama “The widow”). Pocas veces el acto tomó una dimensión tan trascendente. La trágica y súbita muerte de su esposo, un año antes, se mezclaba con la que yo sufría, provocando algo angustioso y placentero. (el sexo y la muerte: las dos fuerzas más poderosas de las que gobiernan a los seres humanos). Después llegó el fin. El “espacio” virtual de Ana Olivia estaba lleno de fotografías de ella y de quien más amaba. El pequeño Guillermo, su hijo. Había muchas cosas. Desde ranas y peces hasta ella con su hermana Estefanía, pasando por pinturas y pequeños efectos personales. Me pregunté por qué alguien tan lleno de vida y con tanta sensibilidad debía sufrir algo así, tan joven y cuando aún tenía todo por hacer. Las teorías no se hicieron esperar. Ana había tenido un hijo a los dieciséis años y un poco después ya ganaba dinero haciendo planos arquitectónicos. Su vida fue rápida y precoz, e intensas sus diferencias con otros seres humanos. (Entre ellos una bruja llamada Norma, su madrastra. Un ser completamente despreciable y que se encargó de hacerle la vida imposible a Ana con sus reglas estúpidas).
Al enfrentarse con la muerte, el único consuelo es estar en paz con quien ha emprendido el viaje. Ana y yo compartíamos una cualidad esencial. Nos percatábamos de lo absurdo de las reglas sociales y lo banal de los empeños humanos; lo frío de la existencia y lo cruel de las relaciones. Podíamos hablar largo y tendido porque nuestros códigos eran similares. A veces cargados de tristeza y desilusión. En otras ocasiones de esperanza y alegría cotidiana. Pensemos, sobre todo, que una familia es algo que uno no escoge. Ella era uno de los pocos miembros de mis familias con quienes existía una comunicación verdadera. Como con una estrella fugaz, al irse nos hizo pedir un deseo. Yo me propuse que su agonía no fuera en balde. Que me sirviera todos los días para que mi mente fuera un submarino que jamás se cansara de explorar y nunca dejarme vencer por las tormentas y corrientes imprevistas.
De vez en cuando me pregunto qué pasó dentro de su mente en esos terribles instantes. El universo entero debió estar contenido en ese sueño profundo mientras nosotros observábamos. “Televators”, de The Mars Volta, lo expresa mejor. You should have seen The curse that flew right by you. Page of concrete. Stain walks crutch in hobbled sway. Autodafe. A capulary hint of red Everyone knows the last toes are Always the coldest to go. Cuya traducción libre sería: Debiste ver la maldición que volaba a tu lado. Página de concreto. Pasos manchados se incrustan en lúgubres movimientos. Auto de fe. Un escapulario apenas teñido de rojo. Sólo este manópodo, creciente en forma, ha escapado.

La máscara negra


¿Qué es eso, extraño dentro de uno, que a veces hace actuar de una forma errática e imprecisa? ¿Tiene algún nombre? ¿Es posible definir, delimitar, encasillar la sensación de verse en el espejo y no saber, a ciencia cierta, si el rostro que nos observa es congruente con su alma, sus deseos y sus propósitos? Se me ocurre la imagen de una máscara negra. Ahí está con su ausencia de color, ocultando lo real, mostrando una apariencia que bien puede no ser la nuestra, sino la de un ser oculto y temeroso que no se atreve a mostrar su verdadera expresión. Esa máscara puede ser llamada de otra forma. De primera instancia, pienso en uno de los pecados capitales: la vanagloria u orgullo, más conocido en los barrios bajos como vanidad. Santo Tomás fue el primero que intentó delimitar esas sensaciones primarias a las que todos, en algún momento, nos sentimos atraídos. El resto de la famosa familia (avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira) tiene otra manera de dejarse ver en los reflectores. La vanidad, en cambio, parece más tímida. Aunque parezca paradójica, y a diferencia de lo que provoca (una irresistible propensión a mostrar a los otros cualidades y adornos que pueden ser auténticos o tan falsos como la nariz de un payaso), la vanidad suele ocultarse muy adentro, ahí donde guardamos ideas caducas, antiguos rencores y cachivaches como inseguridad, falta de autoestima y frustración. Al mismo tiempo, como una tenia, es insaciable en su búsqueda de estímulos externos. En casos extremos recurrirá al chantaje, la estafa y la mentira para mantener una apariencia deseada y no mostrar lo real, aun cuando todos a nuestro alrededor hayan descubierto que, debajo de esa máscara negra, sólo hay una débil e insustancial criatura asustada.
Dijo Nietzsche que la vanidad es “la ciega propensión a considerarse como individuo no siéndolo", y Ernesto Sábato que “es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados”. Juntas, estas frases nos dan un retrato sesgado de esta máscara negra. La primera expone falta de madurez e inteligencia en quien, mostrando algo que no es o que no tiene, pretende no sólo estar al mismo nivel de quienes por diversas circunstancias han conseguido llegar a un punto en que cualquier vanagloria sale sobrando, sino tener los mismos privilegios. Es ahí donde el resto de la familia interviene. La pereza nos hace ver los privilegios, pero no el largo y sinuoso camino que hay que recorrer para merecerlos. La envidia, desear lo que otros tienen y creer que basta con comportarse de la misma forma para poseer las mismas satisfacciones. La gula el ansia de obtener más, aunque al hacerlo no reparemos en que nuestros recursos pueden no tener el mismo límite que el egocentrismo, ese sí inagotable.
La frase de Sábato expone el deseo de eternidad, sobre el cual han derramado tinta los poetas. La vanidad es algo muy humano porque tenemos miedo de la muerte, porque lo que nos rodea es material, a diferencia de los sueños, y un carro último modelo con llantas cromadas, una prenda de vestir bonita o una pareja hermosa (que no tiene que significar humana) son más substanciales que el trabajo bien realizado, una conversación sincera con alguien a quien queramos o un auténtico logro espiritual. Pero la vanidad no discrimina y no sabe lo que quiere, y este es uno de sus más grandes debilidades. A fin de cuentas, poseer un Ferrrari y un Mustang, y conducirlo con un traje Dolce & Gabbana puede ser más honesto que publicar un libro de poemas malísimos, leerlos en público como si fueran sonetos de Shakespeare y luego tomarse una foto con los brazos abiertos y la expresión de Diosa griega borracha o hacer que tu propio nieto presente un libro con fragmentos de tu poco llamativa existencia y luego aburrir al público con pasajes interminables (lo sé, lector, quizá suene exagerado, pero un servidor ha sido testigo y hasta víctima de la vanidad en sus formas más patéticas y ha visto “el horror”, como dijo Marlow en El corazón de las tinieblas”).
La máscara negra. A veces es bueno usarla, no hay duda. La falta de vanidad es también algo peligroso. Probablemente el líder comunista que más odiara a la burguesía podría haber tenido su dosis de vanidad mientras arengaba a los trabajadores a hacer la revolución; y Jesucristo, el Che Guevara, la madre Teresa de Calcuta. En pocas palabras, es honesto reconocer que nuestra máscara es sumamente necesaria en algunos momentos, más aún cuando se utiliza sabiamente. Un poco de vanidad, condimentada con paciencia, sagacidad, imaginación y esfuerzo, ayudan a dar un mejor sabor a la vida y a esforzarnos más en nuestras creaciones y actos.
Para quien quiera que la máscara se convierta en parte indistinguible de sí mismo no puedo más que desearle suerte y, sobre todo, que se ande con cuidado. Últimamente hay muchos individuos (poetas, pintores, actores, fotógrafos y un largo etcétera) a los que las máscaras los han segado. Son como esos espectros, los Názgul, de El señor de los anillos, que andan sin propósito alguno buscando que les den únicamente un anillo de poder; o aún peor, como el buen Smeagol, alias Gollum, hablando consigo mismo intrascendentemente mientras el héroe, Sam, se ocupa de hacer llegar a su querido Frodo al Monte del destino.

Cuando la tecnología nos alcanze


Últimamente existe la idea de que para estar a la moda hay que tener un celular último modelo. Estos aparatos se han convertido en la quintaesencia de la comunicación. Todo a nuestro alrededor parece afirmar: si no tienes un aparato con cámara integrada, reproductor de MP3 y de ser posible un analizador de tu estado de ánimo estás por completo fuera de onda. Estos aparatitos han revolucionado por completo nuestra manera de estar en el mundo. Antes podíamos movernos libremente sin esperar todo el tiempo una ridícula canción ranchera para saber que nuestra preocupada madre, sobrino favorito, hija adoptiva o furiosa ex quiere saber donde, como y en qué embarazosa situación nos encontramos en ese preciso espacio/tiempo. Quizá en el yacuzzi de un bonito motel, con la amante más reciente o en el séptimo piso de un edificio preparándonos para saltar al vacío. El contexto sale sobrando. La cuestión es que es posible para quienes nos “aman” (las comillas son opcionales) localizarnos cuando se les venga en gana.
Ahora bien. ¿Quién en su sano juicio, y por voluntad propia quiere ser localizado en todo momento? Sin duda es algo que no nos hemos preguntado. Como en una conspiración secreta las grandes compañías de telecomunicación se pusieron a fabricar estos aparatitos con el fin de tener controlada hipnotizada a gran parte de la población, adicta por otra parte a todo tipo de chucherías que se le quiera vender por medio de la publicidad. ¿Por qué no un localizador? En el futuro serán insertados chips en nuestros oídos, de manera que no habrá necesidad de tener un celular para que cualquier otro ser humano nos pueda localizar. ¿Será esta la invención de la telepatía y el fin de nuestra privacidad mental como la conocemos actualmente?
Sin embargo, el celular parece presentar ciertas extrañas ventajas. Si se nos descompone el coche en una carretera poco transitada sólo hay que hacer una breve llamada y en diez minutos aparecerá un ángel verde con las herramientas necesarias para que podamos continuar nuestro recorrido. Si estamos demasiado deprimidos para levantarnos basta con alargar la mano hacia el lado derecho de la cama. Nuestro fiel compañero podrá comunicarnos de inmediato con nuestro terapeuta, psiquiatra o principal animador, quien nos ayudará a salir de la cama para enfrentarnos a “esa masa pegajosa que se dice mundo” (Cortázar dixit). El celular ha hecho a los seres humanos totalmente dependientes, y sin embargo nadie parece notar el hecho de que pasaron miles de años desde las señales de humo o los golpes de tambor para poder llegar a unos diminutos aparatos que nos comunican de inmediato con nuestros seres queridos con apretar un minúsculo botón.
La tecnología no es buena, ni mala. Depende totalmente del uso que le demos. Sin embargo, como ocurre indudablemente con lo que el ser humano logra crear algo novedoso, grandes compañías se apoderaron de la comunicación, y ahora la venden empaquetada en esos pequeños aparatitos que se abren como vainas metálicas para mostrar sus pantallas líquidas mostrando una falsa sensación de estabilidad. Como ocurre con casi todo, la comunicación pertenece ahora a las grandes corporaciones. Con su prestidigitación publicitaria han encontrado un amplio mercado en ejecutivos de grandes empresas, amas de casa aburridas (¿acaso no tienen dos? Una para hablar con el marido y otro, muy escondido en lo más oculto del clóset, para comunicarse con su amante), seductores de tiempo completo y estúpidas niñas fresas que descargan el tono del ridículo grupo pop del momento y hablan con su amiga, que está a sólo unos metros de distancia (Huey, ya supiste de la fiesta de este fin. Está de pelos, huey). Pero la población que utiliza este novedoso medio de comunicación se amplía constantemente. Pronto los campesinos se comunicarán con sus proveedores desde las zonas más alejadas de la sierra, o los niños de cinco años hablarán con sus maestras para decirles que tienen varicela y no pueden asistir a clases.
Nos han vendido nuestra manera de comunicarnos igual que algún día lo harán con el oxígeno. En realidad no hay mucho que hacer al respecto. Parecemos felices. Sin embargo, alguien podría despertar un día para darse cuenta de que escucha voces en su cabeza. Y no se habrá enterado de que alguien le está hablando, desde algún punto muy lejano, para mostrarle las ventajas de un nuevo e inútil producto. Entonces, lo que habrá ocurrido es que no sólo nos habrán vendido la comunicación sino comprado nuestra libertad.
Por lo pronto estoy viendo el modelo más avanzado, y no sé si pueda comprarlo en un plazo de tiempo relativamente breve. Se trata de un pequeño celular con todos los aditamentos de la tecnología integrados, pero con un detalle más. Un detector de emoción vocal. Basta hablarle a una chica para saber, con rapidez extrema, si está o no interesada en que tengamos una comunicación profunda y verdadera o únicamente se está burlando de un servidor.

sábado, 11 de agosto de 2007

Caminando en mis zapatos


A Wendi

Cuando se ve el pasado surge una pregunta: ¿Debió ser así? ¿Es uno el responsable directo de todo lo que ocurre o hay algo en la existencia que resulta absolutamente fastidioso para nuestros planes? En realidad esta pregunta es prácticamente imposible de responder debido, en gran parte, al hecho de que como editores de nuestra vida los seres humanos somos bastante malos en general. Quizá algunos puedan jactarse de crearla con la perfección de un lienzo de Rembrandt. Luces y sombras perfectamente delineadas; contornos exquisitamente realizados; ninguna falla visible. Pero la mayoría estamos condenados a una serie de errores casi inevitables, y que únicamente la experiencia puede remediar. A veces uno se pregunta una y otra vez “¿En qué diablos fallé? ¿Cuál es el error de programación que acompaña mi configuración existencial? ¿Hubo un defecto de fabricación en mis genes?”
En mi caso (porque es el único que conozco desde dentro), me pregunto constantemente qué ocurrió para que, en los dos años que estuvimos juntos, nunca hubiera podido despertar junto a Wendi, mi chica judía. Hay una escena de una película de Steven Spielberg (irónicamente judío) Inteligencia Artificial. En la escena final el protagonista ha pedido un deseo a los seres del futuro que lo encontraron. Se trata de despertar como un niño de verdad. Esto es, tener a su disposición todo lo que una madre daría a su hijo. Específicamente el pequeño David quiere tener un día perfecto. Esta escena cala hondo, porque es un pensamiento universal reparar una herida profunda recreándola e imaginándola perfecta. En mi caso la pienso a ella alejada de ciertos factores externos e internos. La imagino sin miedo y sin la influencia de personas que jamás debieron estar en su vida. Y sobre todo, la recuerdo despertando a mi lado mientras la mañana entra por las cortinas.
Cuando se ama a alguien lo último que se desea es hacer daño a esa persona. A veces es difícil. Somos seres humanos. Cometemos errores constantemente. Amar está lleno de ellos. Uno aprende sobre la marcha. Como al montar bicicleta sin rueditas por vez primera, las caídas y deslices son inevitables. Proponerse herir a quien se ama es una contradicción. Sin embargo es fácil hacerlo. Y no una vez sino en repetidas ocasiones. Recuerdo el día en que murió mi prima. Fue algo tan contradictorio que no me cabía en mi mente. El ser más iluminado en toda mi familia desaparecía de pronto, dejando una profunda contradicción en mi propia existencia. ¿Hay algo que perdure? ¿Algo tan profundo que deje una huella después de la muerte? Desplacé mi absoluta furia hacia Wendi. Fue algo tan absurdo en perspectiva, puesto que el amor es una de las pocas cosas que perduran más allá de la muerte. Pocas veces he actuado tan irracionalmente, y sólo me quedaba pedirle disculpas. Pero ya era tarde.
Es curioso cómo la línea de mi vida se unió a la de ella. Sus ojos eran de un verde que no era verde sino azul. Pero tampoco eran azules, sino como esas piedras preciosas de tonalidades indeterminadas: topacios, aguamarinas, no sabría decir cuáles. La conocí en uno de los bares que abundan en San Cristóbal. El proceso no fue largo. Al siguiente día ya nos habíamos besado. El resto fue más complicado. Duró casi seiscientos días. Después de una larga y compleja (pero relativamente estable) relación de cinco años mi vida dio un giro completo. Se trataba de la distancia. Pocas cosas más desgastantes que estar lejos de quien consideras tu novia. No pareja porque esa palabra evoca, precisamente, cercanía y cotidianeidad. A Wendi la podía ver en las vacaciones y siempre nos arreglábamos para herirnos de una u otra manera, tan sádicamente que tragar navajas de afeitar o beber ácido muriático sería un juego. Incluso me vi rodeado de pubertos de dieciséis o dieciocho, como cucarachas alrededor de Wendi. Era mejor poner distancia de por medio.
Pero volvimos a ser novios. Descubrimos que a pesar de todo nos amábamos. Ella se fue a vivir a la Ciudad de México y yo a Puebla. Estábamos más cerca. Nos veíamos con cierta frecuencia. Nuestra nave del amor era el metro y el santuario donde “éramos realmente nosotros” un hotel cerca del Zócalo. Así fue durante un tiempo, y tuve la oportunidad de conocerla un poco mejor a ella y a su familia (y también fuimos a ver El mercader de Venecia. Con Jeremy Irons como Antonio el mercader y Al Pacino en una sublime actuación como Shylock. Wendi estaba sumamente indignada al final de la película). Sin embargo, algo no funcionaba. ¿Qué era exactamente?
Aún me lo pregunto. En gran parte fue mi culpa. La inseguridad es algo que puede destruir cualquier relación, y personalmente yo no estaba seguro de casi nada. Algo no marchaba. En La información, Martin Amis hace preguntarse a uno de sus personajes “Jamás se le pasaba por la cabeza que la sociedad tuviera que ser como es, que tuviera algún derecho, alguna razón para ser com es. Un coche por la calle. ¿Por qué? ¿Por qué coches? Así debe ser un artista: atormentado hasa la demencia o la estupefacción por los principios fundamentales” Yo estaba viviendo en una ciudad hostil y viajaba a la Ciudad del México como quien entra al paraíso para luego regresar a la realidad banal y anodina de las llanuras desiertas y poblanas. Además ella aún tenía mucho que vivir. No iba aceptar ir a Puebla conmigo. Y yo quería que fuera mi pareja y, por supuesto, mostrársela a cualquier que tuviera ojos, como un artista desea enseñar su obra a la humanidad (hasta ahora, para casi todos los que me han conocido Wendi es como un fantasma. Podría haberla inventado).
Ahora casi lo he superado. Ha sido un proceso difícil. Claro que la amo. Eso jamás dejaré de hacerlo. Pero si alguien me preguntara volverías a pasar por lo mismo, respondería que necesitaría un curso especial: ¿Cómo retocar, mejorar y reparar un fragmento de tu vida? Definitivamente haría desaparecer a unos cuantos personajes; provocaría que el principal motor de los acontecimientos no fuera el miedo, la indecisión o el fracaso sino el amor, la confianza en uno mismo y la paciencia (disculpen el olor a superación personal de esas palabras, pero me consta que eran conceptos puros antes de que se inventara esa ridiculez). Por último agregaría unos cuantos efectos especiales. Ella y yo caminando en la arena en el crepúsculo o asistiendo juntos a una elegante fiesta o discutiendo en un supermercado sobre que o no comprar para la cena (ya se sabe, esos clichés que en las películas románticas son habituales y para las parejas “normales” el pan de cada día).
Pero mejor que ese curso de edición no llegue a mis manos. Mi relación con Wendi estuvo llena de complicaciones y heridas; impaciencia y ansiedad. Pero (¿empezarás otra vez con tus clichés? Casi oigo preguntar. Sí, seguro que también tuvo esos momentos felices en que se amaron y esas pequeñas cosas que se dieron: flores y libros) en realidad haber tenido una relación de pareja habría sido contradictorio. Y no significa que yo quiera todas mis relaciones así, pero Wendi era el árbol de la vida, como se llama en la Cábala al libro sagrado. Me enseñó a caminar en mis zapatos como nadie lo ha hecho hasta ahora. Y eso es algo más importante que cualquier efecto especial.
Me enseñó a entender las contradicciones de la vida y los caprichos de la materia. Lo absurdo de las relaciones humanas y lo efímero de los empeños. Mi talento en el exquisito arte de amargarse la vida y el otro, no menos complejo, de sentirse culpable por tonterías. Pero sobre todo, Wendi me mostró que las posibilidades son ilimitadas, siempre que te mantengas fiel a lo que realmente quieres y con los zapatos bien amarrados Y es una enseñanza tan compleja que aún no la asimilo totalmente. Y deseo ser digno de eso.
Algún día el árbol que fue mi vida florecerá en todo su esplendor. Hasta ese momento, quiero pensar que sus raíces aún guardan el amor que nos tuvimos. Quizá algún día tendrá marcado en su corteza la palabra Ani ohev at. (Te amo en hebreo). Sonaría menos cursi y más sagrado.

jueves, 2 de agosto de 2007

El cofre de los deseos


La frase que pregunta si fue primero el huevo o la gallina, es también aplicable a la división entre pensamiento y realidad. Es difícil decir con certeza si existió primero la realidad o lo exterior o un pensamiento que la razonara. El afuera no tiene mucha justificación sin el adentro, y el hecho de que la realidad sea más un reflejo de los pensamientos que algo con validez por sí misma es asombroso. ¿Qué tanto es factible controlar lo exterior con lo interior? ¿Hay alguna base científica que permita decir, con certeza, que la mente es capaz de hacerlo? ¿Estamos encerrados en nuestra bóveda craneal, destinados a ver pasar todo como en une película, o tenemos poder sobre lo que ocurre?
Quizá lo que conecte la realidad con el exterior no sea precisamente el lenguaje. A fin de cuentas, las palabras son más una forma de nombrar las cosas que una verdadera relación con ellas. ¿Qué verdadera relación hay entre la palabra “montaña” y eso que se alza todos los días ante nosotros, imponente y majestuoso? ¿Por qué se llama río a lo que corre con un líquido transparente y que igual nombramos “agua” que H2O? ¿Quién fue el primero que bautizó “árbol” o “tree” o “baum” a eso que crece alto y tiene muchas hojas, y cuando alguien está cansado le proporciona sombra?
Por tanto es probable que tampoco el tan elogiado “lenguaje” sea la mejor manera en que nuestros pensamientos se acerquen a la realidad. A fin de cuentas las palabras son creaciones culturales. Unión de sonidos a los cuales se los ha delimitado y se les ha llamado “fonemas”, y que juntos, al ser pronunciados por la boca, comunican a quien conozca el código cierta información. Esta información es pertinente y útil para ciertos aspectos, como cruzar la calle, informar a alguien que debe hacer alguna tarea importante o explicar a los bomberos como llegar a la casa que se está quemando. Sin embargo, cuando se trata de verdaderamente “contactar” con el exterior el lenguaje es insuficiente. Quiero decir, hay cosas que conectan de mejor manera la conciencia con los objetos externos.
¿Cómo qué? Esa pregunta se la han hecho desde tiempos milenarios. Probablemente en oriente han encontrado mejores respuestas. En occidente nos hemos ido por el otro lado, que es el de la racionalización y las palabras. El ensayo, por ejemplo, intenta delimitar algo con palabras. Muchas de ellas rodeando el problema. Sin embargo, hasta ese género literario es insuficiente.
De momento se me ocurren dos cosas: las metáforas y los deseos. Ambas tienen en común que son “virtuales”. Esto es, cuando hablamos de “sus dientes eran perlas” no nos referimos a que de verdad esa persona tiene dientes que son perlas. Los deseos tampoco existen en lo real. Son como esos juegos de video en que uno se siente realmente en la selva, disparando a los enemigos. Deseamos algo porque no lo tenemos. Porque brilla tanto y con tanta intensidad que nuestro pensamiento no puede más que anhelarlo profundamente. Ya sea una modelo en una revista, despampanante o atrevida, o algo relacionado con lo que nos gusta hacer: una cámara fotográfica, una guitarra eléctrica Gibson (incluso nos imaginaremos haciendo el baile del pato en un concierto, como Angus Young, de AC/DC) o quizá deseemos también otro tipo de cosas, desde el último disco de un grupo de rock que nos encanta hasta una hermosa casa con todo lo que necesitaríamos para vivir armoniosamente, lejos del ruido y cerca de nuestros seres queridos.
Los deseos y los sueños son parientes cercanos. Sin embargo, los sueños parecen estar conscientes de sus limitaciones. Esto es, se saben o presumen imposibles. Los deseos acosan constantemente, pretendiendo que no existe algo imposible. Que todo lo que ellos nos ponen a la vista puede ser realizado. No importa el tamaño, dificultad para obtenerlo o lejanía. En este sentido pueden ser nuestros peores consejeros o nuestros guías más honestos, dependiendo de que tan bien los conozcamos o que tan comprometidos estemos con ellos. No puedes obtener todo lo que deseas. Hasta los Rolling stones lo dijeron. Eso no significa que no podamos tener lo que realmente necesitamos (como se explica luego en la misma canción). ¿Pero cómo distinguir entre ambas? ¿Cómo reconocer la diferencia entre lo que realmente necesitamos y lo que simplemente es un deseo pasajero?
La sabiduría ha sido considerada como la última respuesta. Pero últimamente está de capa caída. Con tantos charlatanes de pacotilla pregonando lo último en sabidurías al vapor es difícil darse cuenta de que probablemente está en otra parte. Lejos de aquello que se comercializa en las mesas de betsellers de las librerías, o de las soluciones simplistas y completamente egoístas de una sociedad cada vez más hueca. La sabiduría es como el cofre del pirata, oculto en una lejana isla desierta y esperando que, con ayuda del mapa que se nos ha proporcionado, lo desenterremos. El cofre de los deseos puede ser de quien realmente se esfuerce por obtenerlo, no importa si es necesario navegar por aguas peligrosas o enfrentarse a terribles piratas, como el buen Jim en La isla del tesoro. Nadie puede encontrar ese cofre más que uno mismo, porque el mapa de la vida es único e inseparable de la experiencia personal.
En el cofre de los deseos también hay metáforas. Muchas de ellas bellísimas. Y también poemas enteros. Más que piedras preciosas, brillan como la luz que nos invita a regresar al hogar. He aquí un fragmento de Wiliam Blake, de su libro Cantos de inocencia y experiencia:

To see a World in a grain of sand,And a Heaven in a wild flower,Hold Infinity in the palm of your hand And Eternity in an hour.

Que podría traducirse, de manera rápida, en “Ver un mundo en un grano de arena, y el cielo en una rosa salvaje. Sostener infinitos en la palma de tu mano y la eternidad en una hora”. Esto podría ser tan difícil o sencillo como retomar la experiencia infantil que todos, alguna vez, tuvimos. Desear debe ser una operación similar. ¿Podemos desear un grano de arena? Claro que no, porque simplemente está al alcance de cualquiera que camine por la playa. Lo mismo con una flor o la palma de la mano. ¿A quién se le ocurriría desearlos?
Tiramos nuestras redes al mar de la realidad, intentando que en ellas entre todo lo banal, aunque realmente no lo necesitemos. Sin embargo, como un pescador paciente, a veces somos afortunados. Algo que realmente deseamos queda atrapado en la red, y sólo entonces nos damos cuenta que el esfuerzo valió la pena, porque puede ser algo tan importante que todo lo que queríamos antes resulta intrascendente. Sabiduría es tener fe y paciencia. Saber que los malos momentos son pasajeros y que cada deseo realizado será un pequeño triunfo del pensamiento sobre la realidad. Algo que puede resumirse en una frase de Buda que encontré en lo profundo del cofre: Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado; está fundado en nuestros pensamientos y está hecho de nuestros pensamientos.
¿Realmente Todo? Podríamos preguntarle. Pero como no soy Buda esperemos a su siguiente reencarnación.