A Wendi
Cuando se ve el pasado surge una pregunta: ¿Debió ser así? ¿Es uno el responsable directo de todo lo que ocurre o hay algo en la existencia que resulta absolutamente fastidioso para nuestros planes? En realidad esta pregunta es prácticamente imposible de responder debido, en gran parte, al hecho de que como editores de nuestra vida los seres humanos somos bastante malos en general. Quizá algunos puedan jactarse de crearla con la perfección de un lienzo de Rembrandt. Luces y sombras perfectamente delineadas; contornos exquisitamente realizados; ninguna falla visible. Pero la mayoría estamos condenados a una serie de errores casi inevitables, y que únicamente la experiencia puede remediar. A veces uno se pregunta una y otra vez “¿En qué diablos fallé? ¿Cuál es el error de programación que acompaña mi configuración existencial? ¿Hubo un defecto de fabricación en mis genes?”
En mi caso (porque es el único que conozco desde dentro), me pregunto constantemente qué ocurrió para que, en los dos años que estuvimos juntos, nunca hubiera podido despertar junto a Wendi, mi chica judía. Hay una escena de una película de Steven Spielberg (irónicamente judío) Inteligencia Artificial. En la escena final el protagonista ha pedido un deseo a los seres del futuro que lo encontraron. Se trata de despertar como un niño de verdad. Esto es, tener a su disposición todo lo que una madre daría a su hijo. Específicamente el pequeño David quiere tener un día perfecto. Esta escena cala hondo, porque es un pensamiento universal reparar una herida profunda recreándola e imaginándola perfecta. En mi caso la pienso a ella alejada de ciertos factores externos e internos. La imagino sin miedo y sin la influencia de personas que jamás debieron estar en su vida. Y sobre todo, la recuerdo despertando a mi lado mientras la mañana entra por las cortinas.
Cuando se ama a alguien lo último que se desea es hacer daño a esa persona. A veces es difícil. Somos seres humanos. Cometemos errores constantemente. Amar está lleno de ellos. Uno aprende sobre la marcha. Como al montar bicicleta sin rueditas por vez primera, las caídas y deslices son inevitables. Proponerse herir a quien se ama es una contradicción. Sin embargo es fácil hacerlo. Y no una vez sino en repetidas ocasiones. Recuerdo el día en que murió mi prima. Fue algo tan contradictorio que no me cabía en mi mente. El ser más iluminado en toda mi familia desaparecía de pronto, dejando una profunda contradicción en mi propia existencia. ¿Hay algo que perdure? ¿Algo tan profundo que deje una huella después de la muerte? Desplacé mi absoluta furia hacia Wendi. Fue algo tan absurdo en perspectiva, puesto que el amor es una de las pocas cosas que perduran más allá de la muerte. Pocas veces he actuado tan irracionalmente, y sólo me quedaba pedirle disculpas. Pero ya era tarde.
Es curioso cómo la línea de mi vida se unió a la de ella. Sus ojos eran de un verde que no era verde sino azul. Pero tampoco eran azules, sino como esas piedras preciosas de tonalidades indeterminadas: topacios, aguamarinas, no sabría decir cuáles. La conocí en uno de los bares que abundan en San Cristóbal. El proceso no fue largo. Al siguiente día ya nos habíamos besado. El resto fue más complicado. Duró casi seiscientos días. Después de una larga y compleja (pero relativamente estable) relación de cinco años mi vida dio un giro completo. Se trataba de la distancia. Pocas cosas más desgastantes que estar lejos de quien consideras tu novia. No pareja porque esa palabra evoca, precisamente, cercanía y cotidianeidad. A Wendi la podía ver en las vacaciones y siempre nos arreglábamos para herirnos de una u otra manera, tan sádicamente que tragar navajas de afeitar o beber ácido muriático sería un juego. Incluso me vi rodeado de pubertos de dieciséis o dieciocho, como cucarachas alrededor de Wendi. Era mejor poner distancia de por medio.
Pero volvimos a ser novios. Descubrimos que a pesar de todo nos amábamos. Ella se fue a vivir a la Ciudad de México y yo a Puebla. Estábamos más cerca. Nos veíamos con cierta frecuencia. Nuestra nave del amor era el metro y el santuario donde “éramos realmente nosotros” un hotel cerca del Zócalo. Así fue durante un tiempo, y tuve la oportunidad de conocerla un poco mejor a ella y a su familia (y también fuimos a ver El mercader de Venecia. Con Jeremy Irons como Antonio el mercader y Al Pacino en una sublime actuación como Shylock. Wendi estaba sumamente indignada al final de la película). Sin embargo, algo no funcionaba. ¿Qué era exactamente?
Aún me lo pregunto. En gran parte fue mi culpa. La inseguridad es algo que puede destruir cualquier relación, y personalmente yo no estaba seguro de casi nada. Algo no marchaba. En La información, Martin Amis hace preguntarse a uno de sus personajes “Jamás se le pasaba por la cabeza que la sociedad tuviera que ser como es, que tuviera algún derecho, alguna razón para ser com es. Un coche por la calle. ¿Por qué? ¿Por qué coches? Así debe ser un artista: atormentado hasa la demencia o la estupefacción por los principios fundamentales” Yo estaba viviendo en una ciudad hostil y viajaba a la Ciudad del México como quien entra al paraíso para luego regresar a la realidad banal y anodina de las llanuras desiertas y poblanas. Además ella aún tenía mucho que vivir. No iba aceptar ir a Puebla conmigo. Y yo quería que fuera mi pareja y, por supuesto, mostrársela a cualquier que tuviera ojos, como un artista desea enseñar su obra a la humanidad (hasta ahora, para casi todos los que me han conocido Wendi es como un fantasma. Podría haberla inventado).
Ahora casi lo he superado. Ha sido un proceso difícil. Claro que la amo. Eso jamás dejaré de hacerlo. Pero si alguien me preguntara volverías a pasar por lo mismo, respondería que necesitaría un curso especial: ¿Cómo retocar, mejorar y reparar un fragmento de tu vida? Definitivamente haría desaparecer a unos cuantos personajes; provocaría que el principal motor de los acontecimientos no fuera el miedo, la indecisión o el fracaso sino el amor, la confianza en uno mismo y la paciencia (disculpen el olor a superación personal de esas palabras, pero me consta que eran conceptos puros antes de que se inventara esa ridiculez). Por último agregaría unos cuantos efectos especiales. Ella y yo caminando en la arena en el crepúsculo o asistiendo juntos a una elegante fiesta o discutiendo en un supermercado sobre que o no comprar para la cena (ya se sabe, esos clichés que en las películas románticas son habituales y para las parejas “normales” el pan de cada día).
Pero mejor que ese curso de edición no llegue a mis manos. Mi relación con Wendi estuvo llena de complicaciones y heridas; impaciencia y ansiedad. Pero (¿empezarás otra vez con tus clichés? Casi oigo preguntar. Sí, seguro que también tuvo esos momentos felices en que se amaron y esas pequeñas cosas que se dieron: flores y libros) en realidad haber tenido una relación de pareja habría sido contradictorio. Y no significa que yo quiera todas mis relaciones así, pero Wendi era el árbol de la vida, como se llama en la Cábala al libro sagrado. Me enseñó a caminar en mis zapatos como nadie lo ha hecho hasta ahora. Y eso es algo más importante que cualquier efecto especial.
Me enseñó a entender las contradicciones de la vida y los caprichos de la materia. Lo absurdo de las relaciones humanas y lo efímero de los empeños. Mi talento en el exquisito arte de amargarse la vida y el otro, no menos complejo, de sentirse culpable por tonterías. Pero sobre todo, Wendi me mostró que las posibilidades son ilimitadas, siempre que te mantengas fiel a lo que realmente quieres y con los zapatos bien amarrados Y es una enseñanza tan compleja que aún no la asimilo totalmente. Y deseo ser digno de eso.
Algún día el árbol que fue mi vida florecerá en todo su esplendor. Hasta ese momento, quiero pensar que sus raíces aún guardan el amor que nos tuvimos. Quizá algún día tendrá marcado en su corteza la palabra Ani ohev at. (Te amo en hebreo). Sonaría menos cursi y más sagrado.
Cuando se ve el pasado surge una pregunta: ¿Debió ser así? ¿Es uno el responsable directo de todo lo que ocurre o hay algo en la existencia que resulta absolutamente fastidioso para nuestros planes? En realidad esta pregunta es prácticamente imposible de responder debido, en gran parte, al hecho de que como editores de nuestra vida los seres humanos somos bastante malos en general. Quizá algunos puedan jactarse de crearla con la perfección de un lienzo de Rembrandt. Luces y sombras perfectamente delineadas; contornos exquisitamente realizados; ninguna falla visible. Pero la mayoría estamos condenados a una serie de errores casi inevitables, y que únicamente la experiencia puede remediar. A veces uno se pregunta una y otra vez “¿En qué diablos fallé? ¿Cuál es el error de programación que acompaña mi configuración existencial? ¿Hubo un defecto de fabricación en mis genes?”
En mi caso (porque es el único que conozco desde dentro), me pregunto constantemente qué ocurrió para que, en los dos años que estuvimos juntos, nunca hubiera podido despertar junto a Wendi, mi chica judía. Hay una escena de una película de Steven Spielberg (irónicamente judío) Inteligencia Artificial. En la escena final el protagonista ha pedido un deseo a los seres del futuro que lo encontraron. Se trata de despertar como un niño de verdad. Esto es, tener a su disposición todo lo que una madre daría a su hijo. Específicamente el pequeño David quiere tener un día perfecto. Esta escena cala hondo, porque es un pensamiento universal reparar una herida profunda recreándola e imaginándola perfecta. En mi caso la pienso a ella alejada de ciertos factores externos e internos. La imagino sin miedo y sin la influencia de personas que jamás debieron estar en su vida. Y sobre todo, la recuerdo despertando a mi lado mientras la mañana entra por las cortinas.
Cuando se ama a alguien lo último que se desea es hacer daño a esa persona. A veces es difícil. Somos seres humanos. Cometemos errores constantemente. Amar está lleno de ellos. Uno aprende sobre la marcha. Como al montar bicicleta sin rueditas por vez primera, las caídas y deslices son inevitables. Proponerse herir a quien se ama es una contradicción. Sin embargo es fácil hacerlo. Y no una vez sino en repetidas ocasiones. Recuerdo el día en que murió mi prima. Fue algo tan contradictorio que no me cabía en mi mente. El ser más iluminado en toda mi familia desaparecía de pronto, dejando una profunda contradicción en mi propia existencia. ¿Hay algo que perdure? ¿Algo tan profundo que deje una huella después de la muerte? Desplacé mi absoluta furia hacia Wendi. Fue algo tan absurdo en perspectiva, puesto que el amor es una de las pocas cosas que perduran más allá de la muerte. Pocas veces he actuado tan irracionalmente, y sólo me quedaba pedirle disculpas. Pero ya era tarde.
Es curioso cómo la línea de mi vida se unió a la de ella. Sus ojos eran de un verde que no era verde sino azul. Pero tampoco eran azules, sino como esas piedras preciosas de tonalidades indeterminadas: topacios, aguamarinas, no sabría decir cuáles. La conocí en uno de los bares que abundan en San Cristóbal. El proceso no fue largo. Al siguiente día ya nos habíamos besado. El resto fue más complicado. Duró casi seiscientos días. Después de una larga y compleja (pero relativamente estable) relación de cinco años mi vida dio un giro completo. Se trataba de la distancia. Pocas cosas más desgastantes que estar lejos de quien consideras tu novia. No pareja porque esa palabra evoca, precisamente, cercanía y cotidianeidad. A Wendi la podía ver en las vacaciones y siempre nos arreglábamos para herirnos de una u otra manera, tan sádicamente que tragar navajas de afeitar o beber ácido muriático sería un juego. Incluso me vi rodeado de pubertos de dieciséis o dieciocho, como cucarachas alrededor de Wendi. Era mejor poner distancia de por medio.
Pero volvimos a ser novios. Descubrimos que a pesar de todo nos amábamos. Ella se fue a vivir a la Ciudad de México y yo a Puebla. Estábamos más cerca. Nos veíamos con cierta frecuencia. Nuestra nave del amor era el metro y el santuario donde “éramos realmente nosotros” un hotel cerca del Zócalo. Así fue durante un tiempo, y tuve la oportunidad de conocerla un poco mejor a ella y a su familia (y también fuimos a ver El mercader de Venecia. Con Jeremy Irons como Antonio el mercader y Al Pacino en una sublime actuación como Shylock. Wendi estaba sumamente indignada al final de la película). Sin embargo, algo no funcionaba. ¿Qué era exactamente?
Aún me lo pregunto. En gran parte fue mi culpa. La inseguridad es algo que puede destruir cualquier relación, y personalmente yo no estaba seguro de casi nada. Algo no marchaba. En La información, Martin Amis hace preguntarse a uno de sus personajes “Jamás se le pasaba por la cabeza que la sociedad tuviera que ser como es, que tuviera algún derecho, alguna razón para ser com es. Un coche por la calle. ¿Por qué? ¿Por qué coches? Así debe ser un artista: atormentado hasa la demencia o la estupefacción por los principios fundamentales” Yo estaba viviendo en una ciudad hostil y viajaba a la Ciudad del México como quien entra al paraíso para luego regresar a la realidad banal y anodina de las llanuras desiertas y poblanas. Además ella aún tenía mucho que vivir. No iba aceptar ir a Puebla conmigo. Y yo quería que fuera mi pareja y, por supuesto, mostrársela a cualquier que tuviera ojos, como un artista desea enseñar su obra a la humanidad (hasta ahora, para casi todos los que me han conocido Wendi es como un fantasma. Podría haberla inventado).
Ahora casi lo he superado. Ha sido un proceso difícil. Claro que la amo. Eso jamás dejaré de hacerlo. Pero si alguien me preguntara volverías a pasar por lo mismo, respondería que necesitaría un curso especial: ¿Cómo retocar, mejorar y reparar un fragmento de tu vida? Definitivamente haría desaparecer a unos cuantos personajes; provocaría que el principal motor de los acontecimientos no fuera el miedo, la indecisión o el fracaso sino el amor, la confianza en uno mismo y la paciencia (disculpen el olor a superación personal de esas palabras, pero me consta que eran conceptos puros antes de que se inventara esa ridiculez). Por último agregaría unos cuantos efectos especiales. Ella y yo caminando en la arena en el crepúsculo o asistiendo juntos a una elegante fiesta o discutiendo en un supermercado sobre que o no comprar para la cena (ya se sabe, esos clichés que en las películas románticas son habituales y para las parejas “normales” el pan de cada día).
Pero mejor que ese curso de edición no llegue a mis manos. Mi relación con Wendi estuvo llena de complicaciones y heridas; impaciencia y ansiedad. Pero (¿empezarás otra vez con tus clichés? Casi oigo preguntar. Sí, seguro que también tuvo esos momentos felices en que se amaron y esas pequeñas cosas que se dieron: flores y libros) en realidad haber tenido una relación de pareja habría sido contradictorio. Y no significa que yo quiera todas mis relaciones así, pero Wendi era el árbol de la vida, como se llama en la Cábala al libro sagrado. Me enseñó a caminar en mis zapatos como nadie lo ha hecho hasta ahora. Y eso es algo más importante que cualquier efecto especial.
Me enseñó a entender las contradicciones de la vida y los caprichos de la materia. Lo absurdo de las relaciones humanas y lo efímero de los empeños. Mi talento en el exquisito arte de amargarse la vida y el otro, no menos complejo, de sentirse culpable por tonterías. Pero sobre todo, Wendi me mostró que las posibilidades son ilimitadas, siempre que te mantengas fiel a lo que realmente quieres y con los zapatos bien amarrados Y es una enseñanza tan compleja que aún no la asimilo totalmente. Y deseo ser digno de eso.
Algún día el árbol que fue mi vida florecerá en todo su esplendor. Hasta ese momento, quiero pensar que sus raíces aún guardan el amor que nos tuvimos. Quizá algún día tendrá marcado en su corteza la palabra Ani ohev at. (Te amo en hebreo). Sonaría menos cursi y más sagrado.
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