martes, 14 de agosto de 2007

La máscara negra


¿Qué es eso, extraño dentro de uno, que a veces hace actuar de una forma errática e imprecisa? ¿Tiene algún nombre? ¿Es posible definir, delimitar, encasillar la sensación de verse en el espejo y no saber, a ciencia cierta, si el rostro que nos observa es congruente con su alma, sus deseos y sus propósitos? Se me ocurre la imagen de una máscara negra. Ahí está con su ausencia de color, ocultando lo real, mostrando una apariencia que bien puede no ser la nuestra, sino la de un ser oculto y temeroso que no se atreve a mostrar su verdadera expresión. Esa máscara puede ser llamada de otra forma. De primera instancia, pienso en uno de los pecados capitales: la vanagloria u orgullo, más conocido en los barrios bajos como vanidad. Santo Tomás fue el primero que intentó delimitar esas sensaciones primarias a las que todos, en algún momento, nos sentimos atraídos. El resto de la famosa familia (avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira) tiene otra manera de dejarse ver en los reflectores. La vanidad, en cambio, parece más tímida. Aunque parezca paradójica, y a diferencia de lo que provoca (una irresistible propensión a mostrar a los otros cualidades y adornos que pueden ser auténticos o tan falsos como la nariz de un payaso), la vanidad suele ocultarse muy adentro, ahí donde guardamos ideas caducas, antiguos rencores y cachivaches como inseguridad, falta de autoestima y frustración. Al mismo tiempo, como una tenia, es insaciable en su búsqueda de estímulos externos. En casos extremos recurrirá al chantaje, la estafa y la mentira para mantener una apariencia deseada y no mostrar lo real, aun cuando todos a nuestro alrededor hayan descubierto que, debajo de esa máscara negra, sólo hay una débil e insustancial criatura asustada.
Dijo Nietzsche que la vanidad es “la ciega propensión a considerarse como individuo no siéndolo", y Ernesto Sábato que “es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados”. Juntas, estas frases nos dan un retrato sesgado de esta máscara negra. La primera expone falta de madurez e inteligencia en quien, mostrando algo que no es o que no tiene, pretende no sólo estar al mismo nivel de quienes por diversas circunstancias han conseguido llegar a un punto en que cualquier vanagloria sale sobrando, sino tener los mismos privilegios. Es ahí donde el resto de la familia interviene. La pereza nos hace ver los privilegios, pero no el largo y sinuoso camino que hay que recorrer para merecerlos. La envidia, desear lo que otros tienen y creer que basta con comportarse de la misma forma para poseer las mismas satisfacciones. La gula el ansia de obtener más, aunque al hacerlo no reparemos en que nuestros recursos pueden no tener el mismo límite que el egocentrismo, ese sí inagotable.
La frase de Sábato expone el deseo de eternidad, sobre el cual han derramado tinta los poetas. La vanidad es algo muy humano porque tenemos miedo de la muerte, porque lo que nos rodea es material, a diferencia de los sueños, y un carro último modelo con llantas cromadas, una prenda de vestir bonita o una pareja hermosa (que no tiene que significar humana) son más substanciales que el trabajo bien realizado, una conversación sincera con alguien a quien queramos o un auténtico logro espiritual. Pero la vanidad no discrimina y no sabe lo que quiere, y este es uno de sus más grandes debilidades. A fin de cuentas, poseer un Ferrrari y un Mustang, y conducirlo con un traje Dolce & Gabbana puede ser más honesto que publicar un libro de poemas malísimos, leerlos en público como si fueran sonetos de Shakespeare y luego tomarse una foto con los brazos abiertos y la expresión de Diosa griega borracha o hacer que tu propio nieto presente un libro con fragmentos de tu poco llamativa existencia y luego aburrir al público con pasajes interminables (lo sé, lector, quizá suene exagerado, pero un servidor ha sido testigo y hasta víctima de la vanidad en sus formas más patéticas y ha visto “el horror”, como dijo Marlow en El corazón de las tinieblas”).
La máscara negra. A veces es bueno usarla, no hay duda. La falta de vanidad es también algo peligroso. Probablemente el líder comunista que más odiara a la burguesía podría haber tenido su dosis de vanidad mientras arengaba a los trabajadores a hacer la revolución; y Jesucristo, el Che Guevara, la madre Teresa de Calcuta. En pocas palabras, es honesto reconocer que nuestra máscara es sumamente necesaria en algunos momentos, más aún cuando se utiliza sabiamente. Un poco de vanidad, condimentada con paciencia, sagacidad, imaginación y esfuerzo, ayudan a dar un mejor sabor a la vida y a esforzarnos más en nuestras creaciones y actos.
Para quien quiera que la máscara se convierta en parte indistinguible de sí mismo no puedo más que desearle suerte y, sobre todo, que se ande con cuidado. Últimamente hay muchos individuos (poetas, pintores, actores, fotógrafos y un largo etcétera) a los que las máscaras los han segado. Son como esos espectros, los Názgul, de El señor de los anillos, que andan sin propósito alguno buscando que les den únicamente un anillo de poder; o aún peor, como el buen Smeagol, alias Gollum, hablando consigo mismo intrascendentemente mientras el héroe, Sam, se ocupa de hacer llegar a su querido Frodo al Monte del destino.

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